14 octubre 2008

Principio de memoria

Durante mucho, la función principal del tiempo fue acumular odio, enterrarlo bajo la tierra y esperar para desatarlo. Los años no pasaban en balde y un grupo de ilegítimos quiso legitimarse a fuerza de sinrazón y armas, desenterrando el odio amontonado y esparciéndolo por todo un país. Muchos quedaron inmovilizados de pensamiento pero fueron movilizados de obra, otros se defendieron atacando.

Era hora de la revolución, que entraba un 20 de julio en aquel pueblo, a las 9 de la mañana, sin avisar, por sorpresa, dejando el campo desierto de mano de obra, devolviendo, si alguna vez la poseyeron, la tierra a quienes la regaban con su propio sudor y la trabajaban con sus propias manos, hambre y miedo.

Ahí estaban, sin duda, Los Míos, enarbolando banderas sin trapo, proclamando la liberación, predicando otras palabras, barricadas, un tiroteo, muertos de bala, una bomba allá, libertad, igualdad y fraternidad rodeada del ánimo de revancha de siglos de estar justo debajo del látigo y de la vara, oyéndolos restallar y una iglesia y mucha gente alrededor, muchas ganas de devolver la prédica de la resignación, de las alianzas escritas y tácitas con los que retenían el hambre en sus vidas y en sus muertes, muchas ganas había, pues, de enjuiciar sin el juicio previo que ellos tampoco tuvieron la condenación bendecida desde el púlpito.

Ese día triste, alegre, de rabia, de coraje, de liberación, de pena, de violencia, de desprecio hacia el otro llegó, dejando por la noche la estela de un trozo de madera que se negaba a hundirse en las aguas del cercano río. Ese día fue el principio de la memoria, que muchos, muchísimos años después no hemos logrado recuperar y Los Míos, sí, Los Míos, siguen ahí abajo.

Publicado en Lepe Urbana, octubre de 2008.

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