26 enero 2006

Tele callada

El silencio de la casa delataba la ausencia. Eran días en el que el fin del mundo no nos hubiera extrañado a nadie. La naturaleza, como siempre, desde siempre, se estaba encargando de mostrar su caótica jefatura cósmica. El sureste asiático, cubierto de la mortal avalancha acuática, coleccionaba víctimas por segundo, destrucción por mirada; Estados Unidos veía derrumbarse las montañas, aplastando lo humano con la facilidad que lo natural puede aplastar lo humano cuando le toca aplastar lo humano; Australia sólo miraba fuego.

La naturaleza, siendo plena vida, nada sabe sobre vida. En esos días volvió a aparecer dotando a la muerte de su viciosa virtud igualatoria.

Cuando los padres rompieron el silencio con su llanto, la sensación de la utilidad de mi visita creció con mi nerviosismo. Realidad y ficción estaban más ligadas que nunca. Las imágenes que ocupaban los televisores durante esos días imitaban a la perfección las proféticas construcciones hollywodienses. La noticia y la película situadas en el mismo plano de realidad, lo real y lo inventado sin línea divisoria; la gran tragedia tan presente como las tranquilas manos que mandaban un sms con la palabra ayuda al 343. La tragedia, como siempre, tan inspiradora de solidaridad.

La televisión callada, negra como el duelo, llevaba ya varios días sin informar a aquella familia de las grandes tragedias que se amontonaban más allá de aquel salón cubierto de tragedia. Mientras, en aquel salón, en Asia, en cualquier parte, el caos pincelaba todos aquellos sentimientos que minimizan al hombre a la categoría de ser sufriente. La eterna muerte nunca se olvidará de nosotros.

Dejé la cuchara semihundida en la sopa apartada demasiado caliente, y al mirar al más fiel compañero de comida, el agua devolvía la vida tragada transformada en muerte mientras el niño, feliz aprendiz de habitante en la vida, lloraba desconsolado porque el balón nuevo traído por los magos de enero se estaba desdibujando por su uso.

Por más que intentes describir la pena, la pena se aleja de la red de la palabra, se encierra en la amargura del rostro, en el dolor de la mirada rota por la fuerza de lo imprevisible. El abuelo, tristemente vivo, yacía en la niebla del no sentido, del sí sentir, y hubiera cambiado su vida un millón de veces por la del desafortunado nieto que, sorprendido por la carretera, abandonó sus ilusiones a los veintiséis años, viviendo la muerte, muriendo la vida de aquella familia silenciada por la gran tragedia, callada como aquel televisor que ahorraba sufrimiento con su silencio.

Los dejé callados; tocados para siempre por el incontrolable sentimiento de la ausencia, por la agónica seguridad del no volverá, por la vida sin vida, por la gran tragedia, la tragedia.

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Se partió la bicicleta

Iba guiando la bicicleta por aquella calle de baldosas amarillas cuando apareció el "Misto-Lobo". Nunca antes se había visto por aquella calle un "Misto-Lobo" tan grande como aquel.

La madre había salido del supermercado hacía tan sólo diez segundos. Las bolsas de plástico casi no podían soportar aquellos tres quilos de mandarinas verdes, repartidas a granel sobre las latas de atún y los sobres de café instantáneo.

Pepe dejaba el "palaustre" sobre el andamio y se preparaba para desenvolver el papel de aluminio que cubría aquella merecida recompensa. La media mañana pesaba sobre sus espaldas haciéndole recordar que sus vértebras ya no eran lo que fueron.

Se partió la bicicleta.

Los llantos desconsolados del niño chirriaban por cada esquina de la ciudad, erizando el vello a todo ser vivo con capacidad auditiva.

Las bolsas de plástico se rasgaron en diagonal dividiendo en dos partes asimétricas el logotipo del supermercado.

A Pepe se le secó la boca, impidiendo que la cerveza pudiese lubricar aquella garganta seca por el polvo del cemento y el ladrillo.

Todo al mismo tiempo, en el mismo tiempo, en el que el Alcalde se reunía con el colectivo de barrenderos al que el Ayuntamiento le había comprado 15 escobas nuevas. Los periodistas cubrían la importante noticia, a pie de acera, sobre las colillas y las bolsas de gusanitos que iba a recoger el Alcalde con una de las nuevas herramientas de limpieza pública.

Las mandarinas verdes rodaban bajo los pies del niño cuando los vecinos bajaban a toda prisa las escaleras del bloque. La madre lo había presenciado todo. Pepe también lo había visto. El Alcalde barría los bajos del adoquín que perfilaba la acera.

Un espacio, cuatro personas, un mismo momento. Se partió la bicicleta. Nadie lo contó igual. Si se acercaron 400 vecinos alarmados por los llantos del niño, se contaron 825 historias distintas de lo ocurrido. Para la gente del partido contrario al Alcalde, él mismo le había pegado con la escoba al niño por la cabeza porque se metió en medio de su entidad corpórea y el objetivo embellecedor de la cámara del reportero. Para los amigos del Alcalde, el niño se había caído trescientos metros más allá de donde se desarrollaba la importante inauguración de las escobas nuevas; y el Alcalde, que era muy buena persona, le practicó allí mismo los primeros auxilios. Para la madre la culpa la tuvo Pepe, que no limpia lo que ensucia la obra; y ya estaba "jartá", desde hacía tiempo, de que el zaguán de su casa se pareciese más a un campo para la siembra de batatas que a un zaguán. Y para Pepe, sin duda, la irresponsabilidad de la madre había quedado patente al dejar solo a aquel niño con esa bicicleta que le quedaba grande para su edad y estatura.


Yo también estaba allí. Si no hubiese estado allí no les podría estar contando esta historia. No sé lo que pasó. Me había quedado mirando la presencia de aquel gran "Misto-Lobo", que raramente alguna vez se había visto en una calle como aquella.


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Un echar de menos

En la noche más oscura, la de ayer, lo oscuro de la noche no me dejaba dormir. Y no fue la oscuridad la que me obligó a echar de menos el tiempo en que otras luces iluminaban mi camino, mis huellas o mis sombras. La noche más oscura, la de ayer, fue oscura por voluntad propia y cíclica, que confunde un echar de menos con la melancolía. Me levanté, y el dinosaurio, como siempre, estaba allí, envuelto en ropajes extraños que la oscuridad no me dejaba ver; pude tocarlos, con cuidado de no despertar al dinosaurio que, en la noche más oscura, la de ayer, seguía durmiendo con los ojos abiertos, como quien espera despertar y no perder el tiempo abriendo los párpados.

Fue no dormir en la noche más oscura lo que hizo despertar a mis fantasmas ocultos, esos de carne y hueso que, como el dinosaurio, estaban ahí mismo. Esta mañana, cubierto de niebla, me levanté y salí corriendo hacia lo alto del monte más alto para mirar desde allí arriba la imposible estructura de la niebla que me envolvía. Y fue entonces cuando recordé que mirar desde arriba o desde abajo tanto da, porque la niebla que te cubre es como la más oscura de las noches, es una suerte de ceguera blanca que te hace echar de menos lo que echabas de menos: las otras luces que iluminaban mi camino, mis huellas o mis sombras.

Con el tiempo, merecemos que las noches más oscuras y las mañanas más brumosas queden distanciadas lo más posible entre ellas. Es inhumano, pero humano al cabo, que negro o blanco se disputen la primacía sobre la tortura de la esperanza que un día tuvimos o que aún tenemos reservada para cuando la niebla o la oscuridad nos vuelvan a cubrir, nos cieguen y nos obliguen a despertar junto al dinosaurio o a los fantasmas, de carne y hueso y del alma. Se confunden abrazados un echar de menos y la melancolía en noches y días quizá eternamente.

Se confunden abrazados las noches y los días porque no se saben medir, porque se creen iguales, cuando no lo son, porque iguales no son los momentos, aunque a veces se parecen tanto que llamarles rutina es ponerles la coraza de hierro que los hace más fuertes y a nosotros más débiles.

Pasar haciendo caminos, sobre la tierra o el mar, sobre el cielo o el infierno, nos parece lo lógico. Pasar sobre tiempos y lugares y momentos y sueños y vigilias es la refutación de lo lógico. Pasar sobre todo es lo más parecido a un echar de menos aquellos momentos en que otras luces y otros ojos apuntaban hacia nosotros de una de las formas más bellas que conocemos los animales: con ternura.

En la noche más oscura, la de ayer, eché de menos un echar de menos, que se confundió con la melancolía, envuelta como estaba con los extraños ropajes del dinosaurio.

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23 enero 2006

En boca cerrada

En boca cerrada, por supuesto, no entran moscas. Se repetía Pablo mientras enfilaba, calle arriba, la puerta del estanco. Y es que a veces, y no sabía si muchas veces, la gente debía pensar mucho más lo que decía, sobre todo si era la espontaneidad la que traía de la mano las palabras; pero últimamente solía escuchar ese refrán de manos de personas que se parapetaban bajo el sabio consejo para justificar su mutismo, sobre cuestiones de la vida en general, y de la política en particular. En ese caso, el proclamarse apolítico y neutral entre ciertos trabajadores del ayuntamiento de aquel pueblo en el que vivía Pablo, parecía estar de moda, sobre todo, pensaba, si entre los réditos de esa postura estaban los de vivir de forma cómoda, y alternativamente, bajo la sombra de quien gobernase. Esa postura gongoriana de “ándeme yo caliente y ríase la gente” siempre se había llamado de otra forma.

Aunque no sólo esos trabajadores del ayuntamiento, con los que se codeaba Pablo, eran los únicos que parecían sufrir esa especie de amnesia ideológica, sino que cada vez eran más las personas que preferían ocultar su lado zurdo y pregonarse apolítico y neutral, pasando a engrosar las filas de la “tierra de nadie”. Algunos, reconocía Pedro, lo hacían por miedo al rechazo del lado diestro y “bueno” de la vida, ahora en el gobierno de aquel solitario pueblo.

No sabía qué estaba pasando, incluso ignoraba si siempre había sido así y antes eran los del otro bando los que saltaban la frontera hacia la neutralidad política pero… no podía vivir en el pasado, y éste era su presente. Al final, iba a resultar que los que se proclamaban de izquierdas en aquel pueblecito, trabajando o sin trabajar en la casa de todos, iban a ser cuatro necios.


Aunque Pablo, a punto de comprar su paquete de tabaco habitual, prefería seguir siendo el único tonto de izquierdas de su ciudad, a su cuenta y riesgo, a ser neutral, si eso forzosamente, y visto lo visto, conllevaba el tener que tener la boca cerrada, y algún que otro esfínter abierto.



(Publicado en diciembre de 2005)



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21 enero 2006

Hemos (sido) vuelto

De nuevo en blanco. ¿Se recuerda? Éramos otros sin ser nosotros, pero ahí estábamos. ¿Se recuerda? La quietud. La blancura. No. No tenemos que recordarnos ni olvidarnos. Tenemos que sernos nosotros de nuevo, de blanco, quietos y ágiles. ¿Se recuerda? Si se recuerda es que hemos continuado juntos el viaje. ¿Se recuerda? Hemos empezado otro viaje nuevo, sin ser nosotros, pero siéndolo. Si estamos aquí es que somos. Pero podríamos no ser. ¿Se recuerda? No es lastre ni cielo cubierto de nubes delante de... nadie.

Abiertamente volvemos a ser, nos volvemos a ver en otoño, sí, nosotros, cantores, sofistas, agustinianos, fotógrafos, preocupados por todo y nada, siéndonos por una vez y por todas las veces que vendrán, si alguna vez vinimos, y si nos fuimos y si nunca fuimos y si fuera que estuviéramos fuera de nosotros, cantores en amaneceres nublados y en noche nubladas, que no se ven, pero que son.

¿Se recuerda? ¿Se entiende? Entendemos todos los que somos y estamos, y esperamos estaremos. Del vil metal al vil sol vilipendiado. Sólo eso que parece un trabalenguas, que lo es y que sin embargo no adquiere sentido alguno en otras mentes que no sean que estén medio muertas o medio vivas, como aquel vaso de agua ininteligible no potable, que no tiene sentido esa agua no potable en un recipiente fabricado facilitar la bebida del agua, don esencial que la naturaleza nos otorga con un sentido y que ahora nos niega por haberla rechazado antes de que el vil sol se comprara a precio de vil metal vilipendiado y codiciado por muchos, pocos, algunos y hasta nosotros mismos, cuando no fuimos, ni seremos, cuando antes de sernos nos éramos apenas en algún modo prometidos, o proyectados sobre la pared a velocidad de vértigo.

En un día cualquiera, cuando empezamos a andar ya pensábamos en correr y luego en volar y luego en teletransportarnos a otro lugar que sea este mismo, pero dentro de un próspero pero incierto futuro, en el que queremos sernos y ser para los demás. Al día siguiente no sabíamos correr todavía y apenas nos éramos, como siempre pasa en las noches nubladas. ¿Se recuerda? Soplaban vientos entonces y ahora también, en blanco, en las nubes nuevas, viejas. ¿Se recuerda? Éramos, somos, seremos.

Pues olvidemos que éramos y que seremos y vamos a centrarnos en esta nueva página en blanco, valle nevado, cielo nublado por conquistar.

Y para no olvidarnos de olvidarnos... contando nuestras cosas.... más de lo que ya somos... No pediremos más... hagamos un juramento... que alguien habrá... No nos querremos ser... de lo que necesitamos... aunque no interesen a nadie... Nosotros, los Enlabiadores... aunque sea poco... porque, normalmente, el que quiere entender... entiende... seguiremos estando vivos... Es, sin duda, la razón de la sinrazón, que a nuestra razón, querido maestro, se hace.


(Publicado en noviembre de 2005)
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20 enero 2006

Que todo lo saben

Esta es la primera muestra de lo que queremos hacer con éste, nuestro espacio en el tiempo relativo en que habitamos, somos y parecemos, sin llegar a satisfacer, infeliz concepto, la esperanza de un mundo menos peor. A ello vamos, amigos y lectores invisibles.


Es normal que se me enfaden. Ellos lo saben todo sin necesidad de palabras. Lo saben, a veces, incluso lo entienden, pero son las menos. Y el mal rollo pa ellos. Es normal que se me enfaden.
Mi silencio doméstico los obliga a interpretarme. Mi vida lejana desmotiva su acercamiento. Las suyas, el mío. Pero ellos lo saben todo: de mis desvaríos, mis hazañas, las pocas, mis derrotas, las algunas… nunca por palabras, siempre por gestos. Gestos ausentes de los que no son merecedores, palabras escondidas por timidez… con ellos, qué putada, que lo saben todo. Con ellos, merecedores de mi extroversión callejera, y a los que sólo soy capaz de ofrecer introversión, silencio, preocupación y distancia. Es normal que se me enfaden.
Crecer tan cerca de ellos me ha colmado de protección. Crecer tan lejos, de misterio. Ellos, que todo lo saben, por viejos, jamás por diablos; yo, que nada conozco, por diablo más que por viejo. Ellos y yo, mundos tan distantes, universo tan análogo. Ellos que son yo, yo que soy ellos. Y las lágrimas pa ellos. Es normal que se me enfaden.
Amor, que tantas formas tiene, con amor, que tantas formas tiene, se paga. Temerosos de mi vida; tan pendientes de mi camino, tan desorientados de mi caminar, es normal que se me enfaden, sobre todo si de su calor reciben mi silencio, si de su amparo mi frialdad, si de su ayuda mi ingratitud, si de su búsqueda mi coraza… Y yo me callo, les callo, les observo sin mirarlos, les respondo con silencio… Y ellos, que todo lo saben, imaginan quien debo ser sin saber lo que soy realmente. Protagonistas de mi destino, mentores de mis decisiones… Cómo me gustaría poder ser yo siempre, y explicarles a ellos, que son yo, que no siempre la tristeza me acompaña, que soy loco con mesura, que mi vida, aun lejana, es igual a la de ellos, que son yo, porque yo, que soy ellos, sé sentir, a mi forma, igual que ellos, a la suya… Sé sentir que nunca podré devolverles toda la inversión de emociones, de vida, que en mí han depositado, que se nos va la vida sin palabras… Ellos, que todo lo saben, acreedores de la más plácida eternidad existente, merecedores de que su Dios, tan parecido al mío, exista… Sin necesidad de palabras… Papá… Mamá… Cuánto os quiero.


(Publicado en enero de 2006)
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