23 febrero 2006

En diferido

Si yo te contara, Pepe. No. No digo que no tengas razón, pero para qué esforzarse en demostrarlo. No hacen falta ni papeles. Claro, Pepe, claro. Los de siempre, por lo mismo y es que no hay otra forma. ¿Te acuerdas de aquello? Pues ahora es igual, sin máscara ni veneno. Sí, tienes razón, pero tanto da. Si yo te contara, Pepe.

¿Tengo razón o no? Sácalo a la luz, porque son los de siempre, ¿verdad? Claro que me acuerdo. ¿Tengo razón o no? Pues cuéntame.

No es tan fácil como crees. Todo ocurrió muy deprisa, sin paradas, como el tiempo y un sueño. De pronto, envuelto en aquella marejada, se me vino todo encima, todos atacándome desde la balconada, arrojando piedras como injurias y yo, indefenso, no pude más que correr, hacia adelante. Como casi todo el mundo.

¿Cómo ocurrió? ¿Qué más? Supongo que harías algo para evitarlo. Te diré que te están marcando, como a todos. Si son los dueños, ¿qué puedes hacer? Nadie te creería. Tienen su guardián de la torre, su perro de presa, su videovigilancia, los juegos ajenos, voluntades y hasta el sol luce más fuerte si ellos ordenan hacerlo.

En las huidas sin control siempre se pierde algo, ¿sabes? Creo que lo entiendes. Por mucho que me digas y cuentes, estamos los dos solos, sin más protección que nuestras manos. Claro. Tenemos nuestras armas también, pero ¿a qué usarlas sin red? Hemos perdido un poco la partida. Sí, las habrá.

Como siempre. Claro. Algo más hay, existe. Acaso no tenemos armas. Sí, tenemos, hay red. Un respaldo, un respeto, muchos respetos juntos, ganados a golpes de verdad, de piedras contra fusiles durante tantos años.

Creo que ganaremos, ¿verdad, Pepe? No podemos dejar que nos aniquilen.

No, pero, ay, amigo, deja ya de ver películas de guerra, que estamos todos y somos todos y, como siempre, venceremos.

(publicado en febrero de 2006)
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17 febrero 2006

Una carta

Querida mamá:

Espero que todos estéis bien en casa. Hace tiempo que no os escribía, ya lo sé, pero es que hemos tenido unos días muy duros, trabajando a más no poder. Hemos tenido buena pesca y dentro de poco esperamos poder ir a puerto para descargar. Yo aquí os echo mucho de menos y me acuerdo mucho de ustedes. Dale un beso muy fuerte a mi hermano Pepe, a su mujer y al chiquinino, que ya debe estar muy grande, y cuando reces por papá, no te olvides de incluirme en los recuerdos que le mandes.

Bueno, mamá, la cosa por la que te escribo hoy es porque he estado esperando a que se acercara la romería. Cuando recibas esta carta ya estaréis muy cerca de la Bella, de su camino, de sus trigales, de la Tinajita, del Terrón, de la ermita. Se me sale el corazón del pecho al saber que este año tampoco voy a poder estar con ustedes. Un año más, una espera más, mamá. No pasa un día en que no le pida a la Virgen de la Bella que os proteja y os quiera, no pasa un día en que no le rece a mi Patrona y la de mis compañeros y amigos que están embarcados aquí, tan lejos, en Mozambique, y otros que están en Angola, en Mauritania, en Argentina, pero tan cerca, dentro de nuestros corazones y almas forjados a golpe de olas, de sol, de sacrificio y de amor por Ella y por todos vosotros.

Mamá, anoche soñé que estaba haciendo el camino junto a ustedes, a mis amigos y la Madre. Soñé con que os tenía a todos a mi lado, con que le rezaba la Salve, con que cantaba sevillanas a lo largo de la senda que nos llevaba otra vez abajito del Cabezo. Anoche soñé con los vivas, con gritos sinceros de Bella, Guapa, Guapa y Guapa. Anoche soñé, mamá, y los sueños, aunque son sueños, también son recuerdos, porque con nosotros estaba papá, con su pelo cano, su bota de vino y su gorra campera. Con nosotros estaba mi amigo Fernando, que va a hacer seis años desde que se lo llevó el traicionero golpe de aquella mar, y también tito Juan. Anoche soñé, mamá, anoche recordé, anoche reviví la romería. Anoche, mamá, estuve con el alma junto a ustedes.

Tengo que terminar ya. Dale recuerdos a todo el mundo y, sobre todo, os pido que le recéis mucho a la Virgen Bella por mí y por todos los que como yo estamos fuera de casa para esta romería. En estos días más que nunca os echamos mucho de menos y os queremos. Y por nosotros no se preocupéis, mamá, porque nosotros aquí, en la distancia, juntaremos nuestras manos encallecidas y miraremos al cielo para ver dibujada en el azul de ahí arriba la figura de la Madre, nuestra Protectora. No se preocupéis porque rezaremos hoy y mañana y siempre, mamá, rezaremos para que la Bella nos permita volver a casa y estar de nuevo con ustedes dentro de poco tiempo.

Un beso y un abrazo, mamá. Juan.
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15 febrero 2006

In albis

Lo más duro de enfrentarse a una página en blanco es la hiriente blancura de algo que todavía está por nacer y que, con alguna probabilidad, no va a brotar jamás. Una página por rellenar es una suerte de limbo de las ideas, donde todo y nada está dicho, porque está por decir, y no sabemos exactamente qué.

Aquellos que cada cierto lapso de tiempo nos sentamos frente a la pantalla de un ordenador o frente a una cuartilla (al parecer, éstos ya van siendo los menos) para emborronar un poco más el mundo con pensamientos, que quizá no interesan más que a unos pocos, tenemos que librar constantemente una dura y sórdida batalla contra el infinito vacío de una página en blanco. La blancura se extiende hasta más allá de los límites de nuestro cerebro, que suele quedar aturdido por la inmensidad de un concepto que es apenas una porción muy pequeña de materia.

Al principio sentimos una irrefrenable sensación de querer vomitar nuestra alma en forma de letras, palabras, sintagmas. No es de recibo preguntar de dónde vienen estas arcadas espirituales, aunque para algunos no lo sean tanto, pero vienen. Luego, encendemos el ordenador o cogemos el papel y… Siempre la misma lucha. Otra vez esa blancura, esa desafiante mirada blanca hacia un horizonte sin fondo. Aún así, ese día estamos decididos, ya nada, creemos, nos puede parar; armamos nuestros dedos, afilamos el verbo y nos lanzamos a una carga suicida que no puede, no puede acabar sino en la rotura de las albas líneas defensivas de la página en blanco.

Poco a poco nos damos cuenta de que la primera batalla se ha ganado. La blancura empieza a retirarse lentamente, a medida que nuestras milicias verbales avanzan hacia el final de un renglón. No obstante, no se rinde tan fácilmente. Hace falta ahora consolidar nuestras líneas atrincheradas y abastecer nuestra vanguardia creativa con nuevas ideas que la mantengan viva dentro de la página.

A estas alturas del lance, el alma ya ha saciado sus ganas de expandirse allende sus fronteras, pero nosotros debemos continuar nuestra marcha, por el mismo camino, no siempre recto, por el que vinimos a parar a esta cuartilla en blanco. No podemos abandonar la lucha a medio hacer. Ahora que hemos asaltado la blancura de una página en blanco, debemos dejar que fluya la palabra y que se disperse por toda ella como si fuese un valle nevado por conquistar.

Y así lo hacemos, así lo solemos hacer, al menos una parte de nosotros, una parte de esos de los que no estamos dispuestos a que la mente humana quede hecha una inmensa página en blanco, sin más criterio que el automatismo que nos convierte en máquinas de consumir, nos convierte en inermes blancuras sobre las que se escriben con mal verbo las páginas más tristes del bombardeo de insatisfacción artificial al que estamos sometidos.

(Publicado en... otros tiempos)
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14 febrero 2006

Levedad diaria

(Felicidad, qué bonito nombre tienes, La Cabra Mecánica)

Las tareas cotidianas son quizá las que menos valoramos a la hora de hacer un balance vital, de esos que tanto se dan cuando el calendario impone su frenético ritmo de vértigos existenciales: cumpleaños, navidades… No, hay que reconocerlo: pasamos olímpicamente de reflejar en nuestras particulares autobiografías mentales las pequeñas cosas, como si alguna vez se fueran a publicar nuestros pensamientos y tuviéramos miedo de que se nos retratara tal y como somos. Nos negamos a recordar aquello que parece que no nos deja huella, pero, ay, amigos, la verdad es que nos marca a fuego, nos hace grandes o pequeños a ojos de Dios. Porque, de existir Dios, no creo que se pare demasiado en espiar nuestras entrañas, no se entretendrá diseccionando mentes, porque, además, nosotros, temerosos de Él, también le escondemos lo que pensamos, no queremos que se dé cuenta de lo nuestro. Y eso si es que Dios existe, que va a ser que no, pero allá cada cual.

Las pequeñas cosas, lo cotidiano, lo ordinario es de verdad lo que somos. Hay quien es extraordinario en su vulgaridad y hay quien es aborrecible en su gloria. Estos son los menos casos. Lo normal es que seamos normales, del montón, del grupo de los que nunca sobresaldrán del grupo, aunque se sea consciente de esa circunstancia. Ser consciente de que se forma parte de un rebaño no significa salirse de ese rebaño, al igual que conocer algo no es hacer algo por ello. Hay a quien le gusta, hay a quien no. Tenemos de todo y somos todos o casi.

Siempre nos gusta imaginarnos de manera diferente, nos gusta vernos como aquella vez que soñamos con algo maravilloso. Pero, hete aquí que esa cosa sorprendente, esa magnificencia soñada como nuestra personalidad, todos los días, se convertiría pronto, más temprano que tarde, en lo ordinario y lo cotidiano y de seguro que no sería valorado, de nuevo, y la rueda que sigue girando.

Como dice un amigo, felicidad, infeliz concepto. ¡Pero a qué tanta insatisfacción! Nuestras pequeñas cosas son las que deben ser disfrutadas, son de las que más poseemos, siempre hay y habrá un motivo, aunque no una respuesta, pero ahí estamos; aunque no digo que nos rindamos, ni que nos conformemos, porque siempre hay algo que ganar. Si hoy, consciente o inconscientemente, hemos tocado fondo, ya no tenemos nada que perder. Hay que saber que existen esas pequeñas cosas, hay que pensar, que razonar esas minucias diarias, valorarlas, saborearlas, vivirlas, llorarlas, pelearlas. Es la única forma de que no pasen desapercibidas, de que no se conviertan en parte de un mecanismo que nos automatice, de que nos hagan sentir que estamos vivos, aunque sea de vez en cuando, sin tener que esperar los momentos, brevísimos momentos, estelares de nuestra vida.

(publicado en... otros tiempos)
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08 febrero 2006

… y próspero año nuevo

Meses después, (no se sabe de cuándo, no hay memoria de ello) la mayor parte de aquella ciudad continuaba siendo ruinas. El niño pequeño acababa de ver pasar por su lado a uno de aquellos soldados que hablaban de esa forma tan extraña a la que él conocía, a la que le habían enseñado sus abuelos y sus padres, que murieron durante uno de los últimos bombardeos, antes del final inacabado de aquella guerra. Al niño le llamaba la atención la impedimenta de los soldados que patrullaban las calles, especialmente, aquella ametralladora de ese tan alto, ese que acababa de disparar una ráfaga contra uno de los vecinos del pequeño, dejándolo malherido en el suelo. El niño, entonces, no tenía suficiente con el hambre que tenía.

En otro lugar, meses después, o antes, (no hay memoria de ello), otro niño, de piel más oscura, como del color de su tierra, esperaba junto a un camino, por donde había visto pasar un par de camiones repletos de agua. Tenía sed. Muchísima. Tarde o temprano, alguno de esos camiones tenía que volver a pasar por allí. Ese otro niño llevaba consigo una gran garrafa, probablemente, robada a algún cacique local, por la que, probablemente, se le andaría buscando. Horas más tarde, paró uno de los camiones del agua. Entre dos hombres le rellenaron la garrafa hasta la mitad con agua un poco cenagosa. Era igual, por lo menos, su familia tendría qué beber esos días. Pero vinieron y se lo llevaron por la fuerza.

Más allá (de no se sabe dónde, no hay constancia de ello) una niña se levantaba otra vez temprano para atender sus especiales labores. Su nuevo amo por una lavadora, quizá, o apenas unos billetes, obligaba a la niña a no se sabía muy bien qué con unos señores, de muy buena presencia, eso sí. La niña sabía que no eran de por allí, pues sus ojos no miraban -eran ovalados- como los de ella, ni como los de su amo, ni como los de su anterior amo, o padre, la niña no lo acababa de tener claro. Minutos después, la niña lloraba junto a un rincón a la espera de lo siguiente, como ayer o hace una semana.

Más acá, (esta vez hay memoria, y lugar) dos hermanos, un niño y una niña, esperaban impacientes en casa la llegada de magos venidos de allá lejos, quién sabe de dónde, bien de Irak, Sudán, Haití, Costa de Marfil, Uganda, Burundi, Tailandia, sitios exóticos, donde también había otros niños que, seguramente, ya habrían recibido sus regalos. Esos magos iban a pasar por sus casas y a dejar sobre sus zapatillas las muñecas, balones, carritos, disfraces que habían pedido, para luego viajar hacia el portal de Belén, en Palestina, donde hay estrellas, sol y luna, la Virgen y San José y el niño que está… muerto por un disparo hecho desde una torre de control israelí. Un niño, Jesús, que llevaba en su mano una piedra. ¿Y los magos? Detenidos en cualquier frontera, aplicación de cualquier ley de extranjería y deportados.

Feliz 2005.

(Publicado en... otros tiempos)
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