14 febrero 2007

Perros lobo

El hombre, ya casi jubilado, cerró la puerta del cercado sin mirar atrás, despreocupado, tenía otras cosas en la cabeza, y se alejó de la finca en su coche. Detrás de unos árboles cercanos, llamarlos bosque sería una exageración de mal gusto, acechaban varios pares de ojos sin brillo con la complicidad de la noche. Echaron a correr, rugiendo, aunque no había nadie para escucharlos –luego no rugían, ¿o sí?-, y saltaron la valla, avanzando entre dentelladas mortales y las ovejas, indefensas, no sabían y no tenían dónde meterse, encerradas mortalmente en una jaula, una suerte de alambicado pastor invisible. El festín sangriento duró toda la noche, hasta el alba, cuando el hombre, ya casi jubilado, abrió la puerta.

Preocupado por el extraño ruido que procedía de la cerca de las ovejas, corrió el hombre ya casi jubilado y, al llegar, descubrió una danza de malditos; sin pensarlo, cogió el azadón que tenía junto a la puerta y la abrió, dispuesto a jugarse el tipo. Lanzó golpes casi a ciegas, de ciega rabia, y alcanzó en el cuello a uno de aquellos pequeños demonios en el cuello, que quedó mortalmente herido en el suelo. Salieron corriendo los demás, saltando con facilidad la valla, huyendo en desbandada, sin orden, hacia los árboles cercanos y desaparecieron de la vista del hombre ya casi jubilado.

Murieron treinta ovejas y varias más quedaron heridas de muerte, que doblaron la cerviz durante aquella mañana. Sólo le quedaba al hombre ya casi jubilado alinear a esos animales y enterrarlos con la desesperanza de la certeza de que ya no serían aquellas ovejas parte de su entretenimiento de jubilado.

Fue noticia aquello, mas no afortunada. El informador, que recogió la noticia de otro informador que hablaba a su manera, anunció que la matanza la llevaron a cabo con extraña precisión una jauría de perros lobo. Perros lobo. Por ahí quedan aún muchos de ellos. Perros lobo, salvajes, pero, sobre todo, los informadores.

Publicado en Lepe Urbana, febrero de 2007

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