21 mayo 2007

Redención de I.

Cuando vuelves a recordarte sin ser ya el mismo que cuando te contabas las cosas en un absoluto diferido, huyes hacia delante, hacia la esquina vaporosa del barrio, como estando sin estar en ninguna parte, haciendo parada y fonda en el cielo de noviembre, descansando de la persecución de algún que otro perro lobo, sólo queda enfrentarte a una altísima pared, derribarla de un cabezazo, a pesar de tu tortícolis hecha a fuerza de ansiedades y sueños entrecortados, y descubrir, como iluminado, redimido, a I. en el fondo de todas las cosas.

Entonces piensas que en boca cerrada, en silencio, eres capaz de revelar la melancólica vejez de tus manos, que te muestran, sin caer en saco roto, las visiones de un ocioso quimérico que murió en la forma espantosa que imaginaste alguna vez. Entonces piensas que en el corto y simple espacio que te separa de tus recuerdos, apenas cuatro metros, sobreviene la certeza de haber descubierto como en sueños a I. en el fondo de todas las cosas.

Así que te sorprendes al cabo resignándote a saber que todo lo saben, ellos, y los demás, y todos los que se convirtieron en émulos de un Vlad Tepes encerrado en su laboratorio, aquellos a quienes plantó la gloria más de una vez. No queda más remedio que resignarte, pues, a la certeza de que no cualquiera es capaz de agarrar una existencia en las pequeñas dosis necesarias para completar un puzzle mágico, componerte pieza a pieza y descubrir que, definitivamente, I. está en el fondo de todas las cosas. Por eso la vida, de vez en cuando, nos sienta tan bien.

Publicado en Lepe Urbana, mayo 2007

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